La caída de los muros de Jericó
Una historia de fe y obediencia donde Dios derriba lo imposible. Jericó cayó no por armas, sino por fidelidad divina. Un recordatorio de que con Dios, los muros más fuertes se vencen.
LECTURAS
6/2/20257 min leer


La Caída de los Muros de Jericó
Episodio de El Reino de lo Invisible: "El Día que Dios Derribó lo Imposible con un Grito"
Bienvenidos a El Reino de lo Invisible – Narraciones, un espacio de www.encasados.com donde la luz se abre paso entre los misterios más profundos de la fe.
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Ahora sí... prepárate para ver con los oídos lo que muchos no se atreven a mirar. Comenzamos...
Imagina estar frente a un obstáculo que parece insuperable. Una muralla en tu vida —un diagnóstico que te roba la paz, una deuda que te ahoga, una relación rota que parece imposible de restaurar— se alza ante ti como una fortaleza impenetrable. Sientes el peso de la desesperanza, el murmullo de las dudas que te dicen: “No hay salida.” Ahora imagina que Dios te pide hacer algo que suena absurdo: confiar, esperar, obedecer un plan que desafía toda lógica. ¿Tendrías la fe para dar el primer paso? Hoy, en El Reino de lo Invisible, nos sumergiremos en una de las historias más extraordinarias de la Biblia: la caída de los muros de Jericó, un relato de suspenso, fe y un milagro que solo Dios pudo realizar. Prepárate para un viaje al corazón del poder sobrenatural de Dios.
Era un amanecer ardiente en el desierto de Canaán, hace más de tres mil años. El sol trepaba por el horizonte, proyectando un resplandor anaranjado sobre una llanura polvorienta. Frente al pueblo de Israel se alzaba Jericó, la ciudad fortaleza, un baluarte de piedra que desafiaba toda esperanza. Sus muros, construidos con bloques macizos, se elevaban como montañas, coronados por torres donde los centinelas vigilaban con ojos fríos. Las puertas de la ciudad estaban selladas, las murallas reforzadas, y dentro, los habitantes de Jericó se sentían invencibles. Habían oído rumores sobre los israelitas: un pueblo de esclavos liberados que cruzó el Mar Rojo, que detuvo el río Jordán. Pero en las calles de Jericó, las risas ahogaban el miedo. “¿Qué pueden hacer unos nómadas contra nosotros?” decían los soldados, afilando sus lanzas.
En el campamento israelita, el ambiente era diferente. Miles de tiendas raídas se extendían por el desierto, hogar de un pueblo agotado por cuarenta años de vagar. Hombres, mujeres y niños miraban los muros de Jericó con una mezcla de asombro y temor. Sus manos no conocían la guerra; sus corazones aún cargaban las cicatrices de Egipto. Josué, su líder, caminaba entre ellos, su rostro endurecido por el sol y la fe. Había sucedido a Moisés, el hombre que habló con Dios cara a cara, y ahora llevaba el peso de guiar a su pueblo hacia la Tierra Prometida. Pero Jericó era la primera prueba, un obstáculo que parecía reírse de sus promesas.
Esa noche, Josué se alejó del campamento, buscando soledad bajo un cielo cuajado de estrellas. Frente a los muros de Jericó, su corazón latía con preguntas. “¿Cómo, Señor? ¿Cómo conquistaremos esta ciudad?” El silencio del desierto era abrumador. Entonces, una figura apareció ante él, un hombre con una espada desenvainada, su presencia brillando con una luz que no era de este mundo. “¿Eres de los nuestros o de nuestros enemigos?” preguntó Josué, con la mano en su espada. La respuesta hizo temblar la tierra: “No vengo como amigo ni enemigo. Soy el jefe del ejército del Señor.”
Josué 5:14
Josué cayó de rodillas, reconociendo la presencia divina. El ángel habló: “Marcha alrededor de la ciudad una vez al día durante seis días. Lleva el arca del pacto, y que siete sacerdotes toquen trompetas de cuerno delante de ella. El séptimo día, da siete vueltas, toca las trompetas y haz que el pueblo grite. Entonces, los muros caerán.”
Imagina la escena en el campamento al alba. Josué reúne a los líderes, su voz resonando con convicción. “El Señor ha hablado. No pelearemos con espadas, ni escalaremos los muros. Marcharemos, y Dios hará el resto.” Los ancianos se miran, perplejos. Los sacerdotes fruncen el ceño. ¿Marchas silenciosas? ¿Trompetas? ¿Un grito? Pero Josué no titubea. Había visto el Mar Rojo partirse, el maná caer, el Jordán detenerse. Si Dios lo ordenaba, obedecería.
El primer día, el pueblo se organizó. Los sacerdotes, con túnicas blancas, levantaron el arca del pacto, un cofre de madera recubierto de oro que brillaba como un faro divino. Siete de ellos llevaban trompetas de cuerno, cuyo sonido áspero cortaba el aire. Delante y detrás, guerreros armados, pero con una orden: no hablar, no atacar, solo marchar. El pueblo los seguía en silencio. El polvo se alzaba bajo sus pies mientras rodeaban la ciudad, los muros de Jericó alzándose como un desafío. Desde lo alto, los centinelas reían. “¿Esto es todo?” gritaban.
Pero algo en ese silencio inquietaba. Los habitantes de Jericó sentían un escalofrío. Los rumores sobre el Dios de Israel comenzaban a filtrarse en sus corazones. El primer día terminó, y los muros seguían en pie. En el campamento, algunos murmuraban: “¿Esto es todo, Josué?” Pero otros oraban, sintiendo que algo invisible se gestaba.
El segundo día fue idéntico. Las trompetas sonaban, el arca brillaba, y el silencio del pueblo era una declaración de fe. Los muros no temblaban, pero en Jericó, las risas se volvían tensas. El tercer día, el cuarto, el quinto… cada marcha cargaba el aire con una electricidad sobrenatural. En el campamento, algunos dudaban: “¿Es esto una locura?” Josué repetía: “Confíen en el Señor.” En Jericó, las burlas se convertían en susurros de miedo. Los niños se escondían, los soldados miraban el cielo.
El sexto día, el desierto parecía contener la respiración. El sol ardía, y el silencio era más pesado que nunca. Desde los muros, los habitantes observaban, algunos con rostros pálidos. Esa noche, Josué reunió al pueblo. “Mañana es el séptimo día,” dijo. “Prepárense para gritar.”
El amanecer del séptimo día trajo un silencio inquietante. El pueblo se levantó antes del alba, los sacerdotes tomaron las trompetas, el arca fue alzada. Esta vez, darían siete vueltas. La primera fue silenciosa, con el sonido de las trompetas cortando el aire. Los centinelas de Jericó, agotados, sentían un nudo en el estómago. Algo estaba viniendo.
La segunda vuelta. El polvo se alzaba más denso. La tercera. Las trompetas sonaban con más fuerza. La cuarta. En Jericó, los habitantes se apiñaban, susurrando oraciones a dioses que no responderían. La quinta. Los niños israelitas sentían el corazón acelerado. La sexta. El silencio del pueblo era una fuerza, un desafío a la fortaleza.
Y entonces, la séptima vuelta. El sol estaba en su cenit, bañando la escena en luz cegadora. Los sacerdotes tocaron las trompetas con un sonido ensordecedor. Josué gritó: “¡Clamen al Señor!” Y el pueblo desató un rugido que estremeció el desierto, un grito de fe y obediencia.
En ese instante, el mundo se detuvo. Los centinelas sintieron un temblor. Un estruendo sobrenatural rugió, y los muros de Jericó —esas murallas inexpugnables— se desplomaron, como si una mano invisible los arrancara. El polvo cubrió la ciudad como un velo. Los habitantes gritaban, pero no había escapatoria. Los israelitas, con el arca al frente, entraron sin disparar una flecha. La victoria era de Dios.
Josué 6:20: “El pueblo gritó, y los sacerdotes tocaron las trompetas. Cuando el pueblo oyó el sonido de la trompeta, dio un gran grito, y el muro se derrumbó.”
En el campamento, las familias estallaron en alabanzas. Josué, entre los escombros, levantó sus manos: “¡El Señor ha cumplido!” En Jericó, el silencio de la derrota reemplazó las burlas.
Si esta historia enciende tu fe, imagina el estruendo de esos muros cayendo. Da like a este episodio, suscríbete a La Respuesta que Buscas en www.encasados.com, y comparte: ¿cuál es tu “muralla”? ¿Desde qué ciudad nos acompañas?
Esta historia no termina con los muros en el suelo. La caída de Jericó es una lección eterna sobre la fe y la obediencia. ¿Qué significa para nosotros? ¿Qué murallas enfrentas? ¿Un diagnóstico devastador? ¿Una deuda imposible? ¿Una relación rota?
Primero, la obediencia a Dios, aunque parezca ilógica, desata su poder. Los israelitas no entendían, pero obedecieron. Cada paso era un acto de fe. Cuando enfrentes tu Jericó, escucha a Dios. Puede que te pida esperar, perdonar, confiar. La obediencia abre la puerta a lo imposible.
Segundo, el poder de Dios no depende de nuestras fuerzas. Los israelitas solo tenían trompetas y un grito. Tu “grito” de fe —tu oración, tu alabanza— puede derribar murallas. Hebreos 11:30: “Por la fe cayeron los muros de Jericó.”
Tercero, hay un reino invisible peleando por nosotros. El ángel que habló con Josué recuerda que las batallas no son solo humanas. Como en 2 Reyes 6:17, “Señor, abre sus ojos,” y Eliseo vio carros de fuego. Ese poder está disponible para ti.
Cuarto, Dios redefine destinos. Jericó fue el comienzo de la conquista de Canaán, el cumplimiento de una promesa. Tu “Jericó” es una oportunidad para que Dios manifieste su gloria.
Imagina el grito, el estruendo, los muros cayendo. Ese es el Dios al que servimos. ¿Qué muralla necesitas derribar? Llévala ante el Señor. Ora, obedece, espera el milagro.
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Cada historia que aquí compartimos está tejida con hilos de verdad, esperanza y búsqueda… porque en este reino donde no todo se ve, lo más importante sigue siendo la luz y toda la verdad emerge hacia ella...
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Hasta la próxima. Y que el bien, como siempre… tenga la última palabra.